ESCUELA DE GURDJIEFF "El recuerdo d si mismo"



 MIS PRINCIPIOS EN LA ESCUELA DE GURDJIEFF
«Tome un reloj —nos decía— y contemple la saeta larga, procurando conservar la percepción de sí mismo y de concentrarse en la idea: "Yo soy Luis Sanchez y estoy aquí en este momento." Procure no pensar más que esto; siga sencillamente el movimiento de la saeta larga conservando la conciencia de sí mismo, de su nombre, de su existencia y del lugar en que se encuentra.»
Al principio, esto parece sencillo e incluso un poco ridículo. Naturalmente, puedo conservar presente en mi espíritu la idea de que me llamo Luis Sanches y de que estoy aquí, en este momento, mirando cómo se desplaza muy lentamente la saeta grande de mi reloj. Pero no tardo en darme cuenta de que esta idea no permanece mucho tiempo inmóvil en mí, que toma mis formas y que se desliza en todos los sentidos, como los objetos que pinta Salvador Dalí, transformados en barro movedizo. Pero, aun así, debo reconocer que no me piden que mantenga viva y fija una idea, sino una percepción. No me piden únicamente que piense que soy, sino que lo sepa, que tenga de este hecho un conocimiento absoluto. Ahora bien, siento que esto es posible y que podría producirse en mí, aportándome algo nuevo e importante. Descubro que mil pensamientos o sombras de pensamientos, mil sensaciones, imágenes y asociaciones de ideas totalmente ajenas al objeto de mi esfuerzo me asaltan sin cesar y me apartan de este esfuerzo. A veces, es la saeta la que capta toda mi atención, y, mirándola, me pierdo de vista. Otras veces, es mi cuerpo, una crispación de la pierna, un pequeño movimiento en el vientre, lo que me aparta de la saeta del reloj al propio tiempo que de mí mismo.

Otras, creo haber detenido mi pequeño cine interior, eliminado el mundo exterior, sólo para acabar dándome cuenta de que acabo de sumirme en una especie de sueño en que la saeta ha desaparecido, en que yo mismo he desaparecido, y durante el cual siguen trenzándose unas en otras las imágenes, las sensaciones, las ideas, como detrás de un velo, como en un sueño que se despliega por su propia cuenta mientras yo duermo. Y otras, en fin, en una fracción de segundo, me encuentro contemplando la saeta, y soy yo totalmente, plenamente. Pero, en la misma fracción de segundo me felicito de haberlo logrado; mi espíritu, si puedo decirlo así, aplaude, e inmediatamente mi inteligencia, al captar el éxito para alegrarse de él, lo compromete irremediablemente. En fin, que, despechado y más aún agotado, abandono el experimento precipitadamente, porque me parece que acabo de verme privado de aire hasta el extremo de mi resistencia. ¡Cuan largo me ha parecido! Sin embargo, no han transcurrido mucho más de dos minutos, y, en dos minutos, no he tenido una verdadera percepción de mí mismo más que en tres o cuatro imperceptibles relámpagos.

Debía, pues, admitir que casi nunca llegamos a tener conciencia de nosotros mismos, y que casi nunca tenemos conciencia de la dificultad de ser conscientes.

El estado de conciencia —nos decían— es, ante todo, el estado del hombre que sabe por fin que casi nunca es consciente y que, de esta manera, aprende poco a poco a conocer los obstáculos que, dentro de sí mismo, se oponen a su esfuerzo. A la luz de este pequeñísimo ejercicio, sabéis ahora que un hombre puede, por ejemplo, leer un libro, aprobarlo, aburrirse, protestar o entusiasmarse sin tener un solo segundo la conciencia de que es, y sin que, por tanto, nada de lo que lee se dirija verdaderamente a él mismo. Su lectura es un sueño que se suma a sus propios sueños, un discurrir en la perpetua corriente de la inconsciencia: Pues nuestra conciencia verdadera puede estar —y está casi siempre— completamente ausente de cuanto hacemos, pensamos, queremos o imaginamos.

Entonces comprendo que hay muy poca diferencia entre el estado en que nos hallamos durante el sueño y el de vigilia ordinaria, cuando hablamos, obramos, etcétera. Nuestros sueños se han hecho invisibles, como las estrellas cuando se levanta el día, pero están presentes, y seguimos viviendo bajo su influencia. Hemos adquirido sólo, al despertar, una actitud crítica frente a nuestras propias sensaciones, pensamientos mejor coordinados, acciones más disciplinadas, más vivacidad de impresión, de sentimientos, de deseos: pero seguimos estando en la no conciencia. No se trata del verdadero despertar, sino del «soñar despierto», y en este estado de «sueño despierto» se desarrolla casi toda nuestra vida. Nos enseñaban que era posible despertar del todo, adquirir el estado de conciencia de sí mismo.

En este estado, según había podido entrever en el curso del ejercicio del reloj, podía tener un conocimiento objetivo del funcionamiento de mi pensamiento, del desarrollo de las imágenes, de las ideas, de las sensaciones, de los sentimientos y de los deseos. En este estado, podía intentar hacer un esfuerzo real para examinar, detener de vez en cuando, y modificar aquel desarrollo. Y este esfuerzo mismo —me decía— creaba en mí una cierta subsistencia. Este esfuerzo no me llevaba a esto o a aquello. Bastaba con que fuese para que se creara y se acumulara en mí la sustancia misma de mi ser. Me habían dicho que, al poseer un ser fijo, podría alcanzar la «conciencia objetiva», y que entonces me sería posible tener, no sólo de mí mismo, sino de los otros hombres, de las cosas y del mundo entero, un conocimiento totalmente objetivo, un conocimiento absoluto.


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